En nuestro día a día tomamos decisiones constantemente. Desde que despertamos hasta que volvemos a dormir cada acción que acometemos, por pequeña que sea, conlleva una decisión: en qué orden nos enjabonamos en la ducha, qué zapato nos ponemos primero o en qué sentido removemos el café. La mayor parte de estas decisiones pasa desapercibida, no nos damos cuenta de que las tomamos porque nuestro cerebro las ejecuta automáticamente, “sin pensar”. Es lo que conocemos como hábitos. Para no confundirlos con otros términos coloquiales como costumbres, rutinas o rituales diremos que los hábitos son aquellos comportamientos que, cuando se cumplen una serie de condiciones, llevamos a cabo inconscientemente.

Entre un 35% y un 50% de nuestras acciones diarias se hacen en piloto automático y, aunque esto nos parezca una tremenda falta de control y que así no “vivimos el momento”, lo cierto es que es una enorme ventaja porque de otra manera nuestro cerebro acabaría agotado. Si tuviéramos que volver a decidir una y otra vez la más mínima acción que llevamos a cabo seríamos muy poco eficientes.

Precisamente por esta falta de control y porque los hacemos de manera inconsciente los hábitos no nos provocan ninguna emoción y los menospreciamos respecto a los actos conscientes. Esto es muy injusto porque los hábitos son esenciales en nuestras vidas. Cuanto más repetimos una acción más cómodos nos sentimos. Los hábitos por tanto, además de ahorrarnos energía, liberan del estrés. Y no solo nos reconfortan nuestros hábitos sino también los de los demás: las familias con hábitos más establecidos suelen ser más felices porque se crea en ellas una sensación de confort y de protección. Esto se extiende a otros entornos sociales como las amistades o el trabajo donde se genera más estabilidad y menos incertidumbre.

Los hábitos influyen mas de lo que creemos: en el transporte, la alimentación, las compras que hacemos y en nuestro día a día en general hasta el punto que se asocia un vida satisfactoria y de éxito con los buenos y malos hábitos que tengamos. Dada su importancia vamos a dedicarle una serie de entradas en nuestro blog empezando por esta en la que explicaremos más a fondo lo qué sabemos realmente de los hábitos y, a partir de esos conocimientos, algunas estrategias para establecer y mantener nuevos hábitos.

Lo que sabemos.
Uno de los órganos que más energía consume de nuestro cuerpo es el cerebro. Además de ser responsable de controlar muchas de nuestras funciones vitales de manera autónoma, lleva a cabo todas las operaciones relacionadas con el procesamiento de imágenes a través de la vista, la memoria, la coordinación motora, el pensamiento abstracto, la decodificación del lenguaje y el razonamiento lógico por poner algunos ejemplos representativos. Cuando intentamos replicar estas funciones de manera artificial (mediante la tecnología) nos damos cuenta de lo complejas que son. Pues bien, nosotros hacemos todas estas cosas todos los días, a todas horas y muchas veces simultáneamente. Es comprensible que el cerebro requiera mucha energía y lo es también que llegue un momento en el que se canse. Pero además de hacer todas estas cosas maravillosas nuestra mente también es consciente de sus limitaciones y adopta estrategias para ahorrar.

La toma de decisiones, en la que se contemplan distintas opciones, se anticipan los posibles resultados y se valora la más correcta, es una de las actividades que más recursos consume y por tanto una en la que es más conveniente no despilfarrar. Cuando realizamos actos conscientes, prestamos atención a algo o tomamos decisiones nuestro cerebro emplea los circuitos de arriba-abajo (“Focus” Daniel Goleman), mientras que los reflejos, los actos impulsivos y los hábitos emplean los de abajo-arriba. El primero, el descendente, procesa la información secuencialmente; es más concienzudo, más flexible y requiere menos entrenamiento, pero necesita más tiempo. El segundo escanea nuestro entorno y, tras analizar lo que percibimos, nos dice lo que considera más importante de todo; requiere menos esfuerzo pero es necesario entrenarlo. Aunque tenemos la sensación de consciencia, la mayor parte de la actividad cerebral se produce en estos circuitos ascendentes, automáticos: en la trastienda de nuestra mente. Esto es así porque la balanza siempre se inclina por la opción más económica energéticamente y para obtener así el máximo resultado con la mínima inversión. Un esfuerzo cognitivo, como puede ser aprender algo nuevo, es muy costoso, pero cuanto más lo ejercitamos y más rutinario lo hacemos, menos atención deliberada requiere y más asume el control el circuito ascendente.  Por eso en determinados momentos nuestro cerebro se pone en piloto automático, ejecuta acciones sin que intervenga nuestra voluntad o pensamiento consciente, la atención se libera y puede así dedicar los recursos ahorrados a otras cosas. Es lo que hemos denominado hábito. ¿Cuántas veces no hemos hecho algo automáticamente mientras estamos pensando en otra cosa bien distinta? Un exceso de distracciones y de estímulos en el ambiente puede generar una sobrecarga cognitiva y desbordar nuestra capacidad de autocontrol; es en estos momentos cuando se activan las conductas automáticas y los hábitos. Es cuando se nos olvida la dieta y la mano va sola a la bolsa de patatas fritas.

Pero ¿cómo sabe el cerebro que tiene que ponerse en modo “auto”?, y más aún ¿cómo sabe cuando debe salir? Estos factores son los que forman lo que llamamos el ciclo del hábito (“El poder de los hábitos” Charles Duhigg) y que ahora sabemos que son esenciales a la hora de entender  y poder controlar estos comportamientos.

El ciclo del hábito.
Si medimos nuestra actividad cerebral mientras llevamos a cabo un hábito comprobaremos que es más baja que cuando hacemos una actividad consciente. Aun así, tanto al principio como al final del hábito la actividad de nuestra mente sigue siendo muy alta. Estos picos de energía corresponden a la activación de la acción y, finalmente, a su desconexión.  Primero se produce un estímulo, una señal para nuestro cerebro, un indicador de que un patrón de hábito empieza a desarrollarse. Hay muchos tipos de estímulos: puede ser un lugar concreto (cada vez que entramos a la cocina, nuestro sofá preferido, etc.), una hora del día, otras personas, un estado emocional (por ejemplo cuando sentimos ansiedad o estamos tristes) o la acción que la precede inmediatamente (el clásico de fumar nada más terminar de comer).  A veces estos estímulos son más evidentes y fáciles de detectar que otras pero lo que sabemos es que que tienen que existir y que, cuando aparecen, son la señal que requiere nuestro cerebro para ponerse en piloto automático y dejar de participar en la toma de decisiones.

Ya estamos en modo “auto”. La actividad cerebral decrece, nuestra mente inconsciente (circuito ascendente) toma el control; sabe lo que tiene que hacer porque lo ha hecho ya otras veces y ejecuta la acción correspondiente. Mientras tanto nuestra parte consciente dedica el excedente de energía a otras cosas no relacionadas con nuestro hábito.

Llegamos al final del ciclo. El cerebro necesita otra señal, esta vez para saber que la acción correspondiente al hábito ha finalizado. El circuito descendente, la consciencia, debe retomar el control. Esta vez la señal es la recompensa que recibimos por completar la acción. Este último factor es esencial a lo hora de formar un hábito, inseparable de los dos anteriores. Aunque no siempre se muestra claramente sabemos que debe estar ahí. Para que nuestra mente complete el ciclo y una determinada acción se consolide como hábito debe obtener de ella una recompensa.

Este es el ciclo de los hábitos: estímulo, acción y recompensa. Se adquiere mediante la experiencia repetida de hacer algo desde el mismo estado y recibir a cambio un mismo resultado positivo que refuerza la asociación entre activación y proceso -con la repetición y el tiempo llegamos incluso a asociar el estímulo directamente con la recompensa-. Todos los puntos son imprescindibles. Podemos no darnos cuenta de qué estímulo provoca una determinada acción o no ser conscientes del verdadero beneficio que obtenemos de ella, pero ahora sabemos que no habría hábito sin los tres.

Piensa que nuevos hábitos te gustaría incorporar a tu vida y analiza también cuáles de los que tienes querrías cambiar. En próximos artículos aplicaremos todos estos conocimientos y daremos una serie de pautas y consejos tanto para crear nuevos hábitos como para modificar los que ya tenemos. También comentaremos algunos mitos que circulan sobre este tema y que no sólo no nos ayudan sino que en algunos casos pueden llegar a ser contraproducentes. Cuéntanos qué estrategias tienes tú. Si te funcionan compártelas en los comentarios. Esperamos que esta serie de artículos, junto a la colaboración de todos los lectores, te sean de gran ayuda.